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Estrella Burgos
En el curso de la pandemia de COVID-19 hemos visto la increíble rapidez con la que se identificó al virus que causa esta enfermedad y cómo entra en nuestras células; se desarrollaron métodos de diagnóstico de la infección y vacunas, y se ha seguido la evolución del virus para detectar sus variantes y qué tan peligrosas son. Todo esto ha sido posible gracias a la bioinformática, un área que conjunta disciplinas como la biología, las ciencias computacionales, las matemáticas, las tecnologías de la información y la estadística para obtener y analizar grandes cantidades de información biológica con extraordinario detalle. En el artículo de portada Angélica Jara explica cómo se usan las herramientas bioinformáticas para identificar otros microorganismos, en particular bacterias, y sus ventajas con respecto a otros métodos.
La mayor profundidad a la que se ha excavado un agujero en la Tierra es de poco más de 12 kilómetros, apenas un rasguño en la corteza terrestre. ¿Cómo podemos saber entonces lo que hay más abajo, hasta el centro mismo del planeta, que está a 6 378 kilómetros de la superficie? Iván de Jesús Arellano escribe sobre varias de las investigaciones que han aportado ese conocimiento y lo que nos falta investigar sobre las entrañas de nuestro planeta.
Diana Doan-Crider, Clementina Equihua y Rodrigo Medellín nos cuentan sobre la pésima relación que hemos tenido los humanos con los osos y cómo los hemos puesto en riesgo de desaparecer. Rescatarlos requiere primero conocer su biología y su comportamiento, algo que han investigado Doan-Crider y Medellín en los osos negros del norte de México y reseñan aquí.
Con estas y otras historias de ciencia de esta edición deseamos a nuestros lectores felices vacaciones de verano, aunque todavía tenemos que seguir cuidándonos de la COVID-19.
