29 de marzo de 2024 29 / 03 / 2024

Nuestras emociones en la pandemia

Eduardo Thomas

Imagen de Nuestras emociones en la pandemia

Ilustraciones:Shutterstock

¿Cómo te sientes en la situación que ha provocado la amenaza de la COVID-19? ¿Por qué te sientes así? Y sobre todo, ¿es posible pasar esta emergencia sanitaria con alguna tranquilidad?

En la pandemia del nuevo coronavirus hemos vivido, y seguimos viviendo, toda la gama de emociones de que somos capaces. Primero la incredulidad: “No, esto no pasa aquí. Ocurre al otro lado del mundo. No, aquí no llegará”. Negar la realidad de una amenaza es una forma de lidiar con el miedo. Cuando la fuerza de la realidad se impone con evidencias directas el miedo hace presencia y provoca otras emociones. El enojo es la más común. Recuerdo a un compañero del gimnasio que se quejaba de los chinos, “sus nefastas costumbres de comer cosas raras han provocado la epidemia”, decía casi con violencia como si ellos la hubieran causado. También se quejaba de las autoridades “que no hacen nada por protegernos”. Era el inicio de la epidemia, no había aquí ningún caso reportado, pero su molestia le impedía valorar la situación. El enojo, que puede llevar incluso a la violencia, es una forma de protección. Si se encuentra la causa —así sea imaginaria— de la amenaza podemos luchar furiosos contra ella. Defendernos tranquiliza.

Del absurdo a la parálisis

La realidad se seguía imponiendo. Hay una amenaza real, se decía, pero ¿cómo es?, ¿cómo se identifica?, ¿cómo me defiendo? Las preguntas sin respuesta clara hacen más ambiguo el peligro y generan respuestas también ambiguas. Entonces vimos a la gente moverse con nerviosismo de un lado a otro, como con prisa, sin saber qué hacer, hasta que una idea en apariencia sensata —cómo conseguir provisiones—provocó compras de pánico. La ambigüedad del peligro empuja también a buscar más información y entonces se presta oídos a lo que sea, incluso las ideas más absurdas. “Hay que hacer gárgaras de limón”, “sal con bicarbonato”; escuché a alguien que afirmaba “…como el virus se muere con el calor, respiremos con un secador de cabello a todo lo que da frente a la nariz”.

El miedo muy intenso o permanente, como sabemos, puede paralizar; si se mantiene, la desesperación da lugar a desánimo, depresión, abandono de sí mismo e incluso tendencias suicidas. En pleno desastre se encuentra también la indiferencia, que lleva a la irresponsable conducta de ser potenciales diseminadores del mal al no mantenernos en cuarentena.

La incertidumbre

Entender lo que ocurre con las emociones ante una amenaza inminente puede parecer complicado, pero es posible. Su mecanismo básico es bastante simple, aunque sus manifestaciones son variadas, como ya vimos. La incertidumbre, en grado diverso, es lo que las impulsa. Conocer un lugar, digamos, la casa en que vivimos; saber con claridad lo que ocurre en nuestro entorno y lo que cabe esperar que ocurra produce tranquilidad, atempera el miedo y permite enfrentar mejor la adversidad. La certeza relaja, calma y es fuente de placer. Lo contrario: lo raro, lo que no entendemos, y en general lo desconocido, produce una tensión que puede aumentar hasta convertirse en miedo.

Todos los seres vivos luchamos por la existencia permanente. Es un impulso irrefrenable; se le ha llamado instinto de conservación, cualquier cosa que la amenace pone en marcha el sistema de alarma, el miedo, que enciende los motores para mantenernos vivos a cualquier costo (véase ¿Cómo ves? Núm. 250). Los humanos, usando imaginación y capacidad de abstracción, ponemos en duda todo, hasta la existencia. Ya que no somos tan fuertes, imaginamos las posibles amenazas para enfrentarlas.

Nuestras emociones en la pandemia

Aquí y ahora

La familiaridad con el entorno produce tranquilidad, y aun cuando no haya certeza absoluta nos relaja y permite el sosiego. Ejemplo: el Sol aparece todos los días, aunque esté nublado sabemos que se oculta tras las nubes. Podemos ir a dormir tranquilos cuando anochece, pues pensamos que al siguiente día ahí estará. ¡Qué tranquilidad! La experiencia de verlo sin falta todos los días deja la impresión de que no puede fallar, siempre estará ahí. Eso es la familiaridad. Lo cambiante, lo inconsistente, siembra duda y la duda genera alarma o tensión, esta última lleva a la curiosidad, de la curiosidad pasamos a la observación y a la búsqueda de familiaridad a través del conocimiento.

Sobrevivir es lo más importante. Para ello comer es indispensable. Tener comida con la constancia que tiene el Sol nos daría gran tranquilidad. Tampoco tenemos certeza de contar siempre con ella, pero a veces da la impresión de que invariablemente estará a la mano. Lo mismo podemos decir de la salud, cuesta imaginar que podemos perderla aunque sabemos que con la edad esto ocurrirá.

La pandemia de la COVID-19 nos ha mostrado por enésima vez la fragilidad de la salud en las personas mayores. Pero la gente joven también se enferma y puede morir. Así, el tiempo juega un papel importante en las reacciones emocionales. Tanto el peligro como el placer las detonan, pero su intensidad está ligada al tiempo. El joven puede saber que la muerte es segura, pero parece tan lejana en el tiempo que le tiene sin cuidado; así puede emprender acciones que representan peligro, e incluso retar a la muerte, como quien camina por la cornisa de un edificio alto o el que se niega a atender la recomendación de aislamiento durante la pandemia.

El impulso de procurarse el placer aquí y ahora le gana a cualquier expectativa futura y explica la gran tendencia al abuso de alcohol, drogas psicotrópicas y otros fármacos: producen placer de manera inmediata. Liberarse del yugo que significa la adicción y evitar las graves consecuencias que esta tiene para la salud es muy difícil, ya que representa beneficios lejanos comparados con lo inmediato del placer que se obtiene.

La esperanza

Es muy atractivo pensar en las excepciones, pues indican que hay alguna posibilidad de evitar lo peor. Es la esperanza. Proporciona energía y redobla el esfuerzo para salir del peligro, agudiza el ingenio (hay que ver la variedad de cubrebocas y escafandras que la inventiva popular ha creado) para encontrar la rendija de escape. Pero sin una base sólida la esperanza puede ser una trampa mortal. También es ambigua, puede inducir a bajar la guardia y entregarse al peligro sin advertirlo.

La incertidumbre es pues inherente a la vida, no se puede eliminar. Saberlo nos permite lidiar con ella para vivir, lo que se pueda, de la mejor manera. El conocimiento es nuestra mejor herramienta para superar la adversidad de hoy y mitigar la del futuro.

El miedo, se dice, es mal consejero. En cierta medida es verdad. La sobrecogedora imagen de personas saltando de un edificio en llamas hacia una muerte no menos espantosa, como ocurrió el 11 de septiembre de 2001 en las Torres Gemelas de Nueva York, lo confirma. Bajo el influjo del miedo se actúa de inmediato, como haría cualquier animalito en peligro extremo. Es así porque compartimos con ellos su mecanismo de origen. Las estructuras neurológicas que regulan el miedo son evolutivamente más antiguas que la corteza cerebral, asiento de la razón humana. La supervivencia depende de acciones inmediatas, automáticas; las disyuntivas propias del razonamiento retardarían la acción salvadora ante una verdadera urgencia.

La función principal del miedo es alertar sobre el peligro; ante ello nuestra primera reacción es huir.

¡Peligro!

La principal función del miedo es alertar sobre el peligro. Y la primera reacción ante este es la huida. Como ya vimos en el ejemplo de un incendio, nos alejamos de la amenaza más inmediata a veces solo para caer en un peligro mayor. Pero los resultados pueden ser mejores cuando es posible poner en juego los conocimientos adquiridos por la experiencia y analizados por la razón. Por siglos, la humanidad ha sufrido epidemias devastadoras. En Europa la peste terminaba con poblaciones enteras. En su estudio de 2003 para explicar el despoblamiento de América, Elsa Malvido, del Instituto Nacional de Antropología e Historia, refiere que la mortalidad por enfermedades como la viruela, traída a México por los españoles durante la etapa colonial, fue de entre 80 y 90 %. Aun sin conocer la causa que producía estas epidemias, ya entonces se pudo entender que huir o viajar de un lado a otro durante el brote lo que hacía era propagarlo más. Hoy podemos tomar medidas para evitar el contagio, como las recomendadas para la pandemia de la COVID-19, sobre todo no desplazarse: quedarse en casa. El miedo, que sirve para procurar protección, puede también ser una amenaza en sí mismo. La aflicción ofusca, y como ya hemos visto, puede llevar a decisiones equivocadas. Una vez que el miedo rebasa cierto límite no es posible controlarlo; en estado de pánico la razón ya no es efectiva para modular nuestra conducta. En estos días, asolados por la pandemia, hemos sabido de historias que parecen inexplicables: la conducta agresiva con que algunas personas atacaron a médicos y enfermeras.

El miedo al contagio les hizo ver el peligro inmediato sin pensar que a quienes atacaban podrían ser las personas salvadoras en una futura infección. Tal conducta irracional se comprende, aunque de ninguna manera se justifique, si recordamos otro fenómeno conocido, el caso de una persona que llevada por una corriente de agua se aferra con desesperación a un nadador que va al rescate, lo sumerge sin entender razones y lo ahoga; los dos perecen en el percance.

Nuestras emociones en la pandemia

Alarma constante

Entender cómo funciona el miedo puede ayudar a mejorar nuestro desempeño en situaciones críticas. En los ejemplos anteriores se ha dicho que nuestras reacciones de temor nos hacen parecer animalitos. Debe quedar claro que no parecemos, somos animalitos. Ante una amenaza súbita el organismo reacciona en un instante y, sin que la voluntad participe, prepara a todos los órganos y sistemas necesarios para huir o defenderse. El animal actúa por instinto para sobrevivir. No se puede esperar una conducta “razonable” ante lo inminente de un ataque a la vida. Si el peligro no se concreta pronto habrá tiempo para que la razón participe; con la experiencia previa se puede evaluar la magnitud, condición, circunstancias y duración del peligro. El raciocinio estará en condiciones de atemperar la respuesta automática del miedo. Ahora bien, si la corteza cerebral no tiene información suficiente, o no logra una explicación contrastando con otras experiencias para inferir lo que ocurre, los mecanismos de alarma siguen activos.

Mantener un estado de alarma constante desgasta al organismo. Quien está asustado no duerme, no come, su presión arterial se mantiene elevada. El miedo libera hormonas que modifican la respuesta emocional, terminan provocando depresión y afectan al sistema inmune dejando expuesto al organismo a infecciones y otras enfermedades. Con la depresión, se abandona la lucha por sobrevivir, ya nada importa, y se puede llegar al extremo del suicidio. Ahora podemos entender mejor que para evitar un peligro que sobrepasa cualquier esfuerzo, como el caso de un edificio en llamas, impulsivamente alguien se lance al vacío. O que una amenaza constante y ambigua cause ansiedad permanente y se intenten medidas desesperadas, o mágicas, que sean inmediatas. También hay quien, ante un peligro ambiguo, prefiere pensar que no pasa nada y cerrar los ojos ante la evidencia de amenaza.

Es lo que ocurre ahora en la pandemia de la COVID-19. Es una amenaza, una enfermedad que puede ser mortal; la produce “algo”, un virus, que ni siquiera podemos ver; es muy misteriosa, la puede transmitir alguien que parece completamente sano; dicen que mata solo a los viejitos, pero se han muerto jóvenes también; no hay una cura efectiva, nada qué hacer, parece que solo hay que resistir; los servicios médicos ofrecen algunos medios de sustento, como el respirador, quien tenga fortaleza suficiente saldrá adelante… ¿y si no? Parece una lotería macabra.

Algo está claro: lo mejor es no contraer la enfermedad. ¡Prevenir es la medicina más eficaz! Hay que aislarse y seguir todas las medidas de higiene. Pero no hay garantía. Difícilmente se puede pensar en una amenaza más ambigua, más incierta. Las preguntas que nos hacemos producen más incertidumbre, pensamos que las consecuencias futuras de la pandemia podrían ser peores, pero la angustia de hoy es la amenaza que nos desgasta.

Para atemperar el temor requerimos información confiable.

La necesidad del conocimiento

La primera respuesta ante una amenaza es automática, involuntaria y genera conducta impulsiva que no siempre es la mejor. Huir, como hacen todos los animalitos, en este caso es contraproducente. Razonar para modular los mecanismos del miedo, es mejor. Para que la razón haga lo suyo debe haber información. Pero en las situaciones inéditas, como es esta pandemia, no siempre tenemos esa información o esta es insuficiente o incorrecta. En consecuencia nos hemos dado a la tarea de intentar obtenerla de manera impulsiva, a tropezones, y de donde venga sin importar su veracidad ni su utilidad. De ahí que la mayoría de la gente no solo acepta, sino que contribuye a difundir información falsa (fake news), irrelevante o contradictoria, lo que aumenta la incertidumbre. Ante el bombardeo actual de datos especulativos, que no pueden ser contrastados con la realidad, seremos incapaces de modular la respuesta del miedo.

La información que requerimos para atemperar los temores debe ser confiable, ya sea porque la hemos corroborado con la experiencia propia o porque proviene de fuentes autorizadas, es decir, que se basa en un saber adecuado para adaptarse a la realidad circundante. Un mayor conocimiento organizado, que puede contrastarse con la realidad, permite implementar medidas que nos protejan ante la adversidad, que siempre será incierta.

Eduardo Thomas Téllez es médico especialista en psiquiatría por la UNAM y el Hospital Español de México, certificado por el Consejo Mexicano de Psiquiatría. Es colaborador habitual de ¿Cómo ves? tt.eduardo@gmail.com

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