20 de abril de 2024 20 / 04 / 2024

El cerebro maleable

Alicia García Bergua

Imagen de El cerebro maleable

Imagen: © Jean Livet

Numerosas investigaciones han mostrado que nuestro órgano rector tiene una asombrosa capacidad para modificarse y sanarse.

Christina Santhouse tenía ocho años de edad cuando sufrió un ataque de epilepsia. Le diagnosticaron encefalitis de Rasmussen, trastorno que afecta sólo una mitad del cerebro y que es progresivo e incurable. La única opción para la niña era someterse a una hemisferectomía, operación que consiste en extirpar una mitad del cerebro.

La operación se llevó a cabo en 1995. La niña perdió el movimiento en el brazo izquierdo y algo de visión periférica, pero su cerebro se recuperó asombrosamente bien. Diez años después, Christina se graduó de la preparatoria y hoy lleva una vida normal en Filadelfia, Estados Unidos.

Para obtener la licencia de taxista en Londres hay que pasar una prueba muy rigurosa. Los aspirantes se aprenden de memoria miles de calles con todo y los sentidos de circulación. El día de la prueba tienen que encontrar la ruta óptima entre dos puntos de la ciudad, con nombres de calles y virajes. Hace unos años, neurólogos británicos descubrieron que los taxistas londinenses tenían más grande el hipocampo, región del cerebro relacionada con la memoria y con el sentido de orientación. Al parecer, el hipocampo de los conductores crece en respuesta a las exigencias de su trabajo.

Estos dos ejemplos contradicen una idea que prevaleció hasta hace unos 30 o 40 años, según la cual una vez concluido el desarrollo de una persona, su cerebro quedaba configurado para siempre. Hoy sabemos que este órgano conserva hasta la edad adulta una asombrosa capacidad para modificarse y sanarse. Esta plasticidad, como se le ha llamado, nos permite aprender nuevas habilidades y recuperarnos de muchas lesiones cerebrales que antes se creían irreversibles.

La máquina de pensar

A muchas personas del siglo XXI la idea de que el cerebro funciona como una especie de computadora les parece natural. Después de todo, el cerebro hace cálculos usando datos provenientes del exterior y muchas de sus funciones —controlar los músculos, regular la química del organismo, reaccionar con reflejos defensivos— se antojan resultado de la operación de un programa. Nada más natural que comparar el funcionamiento del cerebro con el de esas máquinas tan versátiles y ocasionalmente tan obstinadas que parece que tienen vida propia.

 Por actual que nos parezca, la idea de equiparar el cerebro con una máquina proviene de los científicos europeos del siglo XVII. Por esa época, Galileo Galilei estudió el movimiento de los cuerpos y estableció que éste se puede describir por medio de leyes matemáticas precisas. Johannes Kepler hizo lo mismo para los planetas. La naturaleza, al parecer, operaba con la regularidad de un mecanismo. Otros pensadores de la época concluyeron que el cuerpo humano, al igual que los planetas y toda la naturaleza, estaba gobernado por leyes físicas y, por lo tanto, que su funcionamiento se podía entender como el de una máquina.

El primer gran logro de esta concepción mecanicista del cuerpo humano fue el descubrimiento de que la sangre circula por el organismo y se reutiliza, en lugar de consumirse y renovarse, como se creyó durante mucho tiempo. El médico inglés William Harvey (1578-1657) demostró, por medio de vivisecciones de distintos animales, que el corazón funciona como una bomba con todo y válvulas. A partir de esta idea, el filósofo francés René Descartes (1596-1650) argumentó que el cerebro y el sistema nervioso también debían operar como máquinas. Otros científicos refinaron posteriormente esta intuición, agregando que a través de los nervios se transmitía una corriente eléctrica. Esta concepción del cerebro culminó, en el siglo XX, con la idea de que las distintas funciones cerebrales —por ejemplo, la percepción, el control de los músculos y el equilibrio— residen en regiones del cerebro bien localizadas y delimitadas desde el nacimiento, como si cada una tuviera su propio territorio cerebral, fijo e inamovible.

Cartografía cerebral

En los años 30, el neurocirujano canadiense Wilder Penfield, del Instituto de Neurología de Montreal, inventó una manera de relacionar regiones del cerebro con las partes del cuerpo con las que están conectadas. Antes de operar a sus pacientes, les estimulaba el cerebro con unos electrodos y tomaba nota del resultado. Esta técnica le servía para distinguir entre el tejido sano y el que había que extirpar. Las conexiones del cerebro con los sentidos y con la actividad motriz se encuentran muy cerca de la superficie del órgano, en la corteza cerebral, por lo que es muy fácil hacer contacto con ellas. Estimulando algunas áreas del cerebro con pequeñas descargas eléctricas, Penfield se dio cuenta que la interacción le provocaba sensaciones al paciente. Así pudo hacer "mapas" del cerebro que indican dónde están representadas en ese órgano las distintas partes del organismo y sus actividades. Penfield se pasó años localizando las partes sensoriales y motoras del cerebro en sus pacientes, quienes podían estar conscientes durante las operaciones.

Penfield y otros localicionistas (como se les llamaba) descubrieron que el lóbulo frontal —área localizada en la parte frontal de cada hemisferio cerebral— aloja el sistema motor del cerebro, el cual inicia y coordina el movimiento de nuestros músculos. Los tres lóbulos que hay tras el frontal comprenden el sistema sensorial del cerebro, que procesa las señales enviadas por nuestros receptores sensoriales: ojos, oídos, tacto. Uno de los grandes descubrimientos de Penfield es que las regiones de la corteza relacionadas con las sensaciones y con el movimiento muscular son contiguas. También descubrió que cuando estimulaba otras partes del cerebro, a los pacientes les venían a la memoria recuerdos perdidos de la infancia o escenas oníricas, pero siempre el mismo recuerdo para el mismo punto del cerebro.

Espectro cerebral

Al activar proteínas fluorescentes en las neuronas de unos ratones transgénicos, un equipo de neurocientíficos de la Universidad de Harvard, encabezados por Jeff W. Lichtman, Jean Livet y Joshua R. Sanes, han creado imágenes únicas del cerebro y del sistema nervioso, que permitirán saber cómo está "cableado" y qué pasa cuando hay fallas en las conexiones. Son estas imágenes las que ilustran el presente artículo.

¿Cerebro de roca?

Los descubrimientos de Penfield hicieron creer durante mucho tiempo que el mapa del cerebro —la relación entre zonas cerebrales y funciones del organismo— era inmutable: el órgano venía cableado de fábrica y la configuración era permanente.

En los años 50 Vernon Mountcastle, neurocientífico de la Escuela de Medicina Johns Hopkins, en Estados Unidos, se dio cuenta de que se podía saber mucho de la estructura cerebral estudiando la actividad eléctrica de las neuronas por medio de una nueva técnica: los microelectrodos. Éstos eran tan delgados que se podían insertar en el cerebro para estudiar una sola neurona. La señal neuronal pasaba del microelectrodo a un amplificador y después a la pantalla de un osciloscopio, que permitía visualizar la actividad eléctrica de cada neurona. Este invento permitió a los neurocientíficos descifrar cómo se comunican las células cerebrales, o neuronas, de las cuales un cerebro adulto contiene alrededor de 100 000 millones.

Michael Merzenich, de la Universidad de California en San Francisco y alumno aventajado de Mountcastle, usó la nueva técnica para cartografiar detalladamente el área del cerebro de un mono que procesa las sensaciones de una mano. El neurobiólogo estadounidense cortó un pedacito del cráneo del animal y dejó al descubierto un área de entre uno y dos milímetros cuadrados del cerebro. Acto seguido, insertó un microelectrodo en una de las neuronas sensoriales. Después probó a estimular las distintas partes de la mano hasta que una de ellas, la punta de un dedo, hizo que el microelectrodo registrara actividad neuronal. Merzenich extrajo el microelectrodo y lo fue reinsertando en otras neuronas adyacentes hasta obtener un mapa de la zona neuronal que controlaba toda la mano.

En los años 60, al mismo tiempo que Merzenich y sus colegas llevaban a cabo su laborioso trabajo, David Hubel y Torsten Wiesel, que trabajaban también en la Escuela de Medicina Johns Hopkins con Vernon Mountcastle, hicieron lo mismo, pero con la región de la corteza cerebral que procesa la información visual en animales jóvenes. Hubel y Wiesel insertaron microelectrodos en la corteza visual de unos gatitos y descubrieron que el cerebro descomponía las imágenes en líneas, orientaciones y movimientos, datos que se procesaban en regiones distintas de la corteza visual. También descubrieron que hay un periodo crítico —de la primera a la octava semana de vida— en que el cerebro de los gatitos necesitaba estimulación visual para desarrollarse normalmente. Esto se comprobó cerrándole el ojo a uno de los animales durante ese periodo crítico. Como no recibió el estímulo visual oportunamente, el área correspondiente a ese ojo en la corteza visual no se desarrolló y el animal dejó de ver con él para siempre.

Así, las distintas áreas neuronales del cerebro necesitaban los estímulos ambientales para desarrollarse y formar las conexiones importantes durante cierto periodo. Por ejemplo, el periodo crítico de desarrollo del lenguaje es la infancia, y se termina entre los ocho años y la pubertad. Aprender otro idioma después de esa edad es más difícil.

El etólogo austriaco Konrad Lorenz intuyó, observando a distintos animales recién nacidos, que hay un periodo inmediatamente posterior al nacimiento en el que la criatura establece un vínculo esencial con el progenitor o con el primer ser vivo que se le pone enfrente. Esto se puede comprobar fácilmente con los pollos: si eres el primer ser vivo que el pollo ve al nacer, te seguirá como a la gallina. Sabemos, asimismo, que en el periodo que va entre las 15 horas y los tres días después del nacimiento de un ser humano se desarrolla la base neurológica del vínculo emocional con la madre o con la persona que tome ese papel. Se sabe también, por experiencias tristes, que en los bebés humanos que no han estado vinculados desde esos momentos con su madre u otra persona que les proporcione ese vínculo, pueden no desarrollarse adecuadamente ciertas zonas neuronales que controlan las relaciones afectivas y emocionales.

La plasticidad del cerebro adulto

Después del descubrimiento de Hubel y Wiesel sobre la corteza visual se pensó que el cerebro sólo era maleable en los primeros años de vida, mientras se desarrollaba.

En 1968, después de completar el doctorado, Michael Merzenich fue a realizar un posdoctorado con Clinton Woolsey, en Madison, Wisconsin. Woolsey le pidió a Merzenich que supervisara a dos neurocirujanos, Ron Paul y Herbert Goodman. En aquel entonces se pensaba que el sistema nervioso central (el cerebro y la médula espinal, que controla y dirige todo el sistema nervioso) era inmutable. Pero se sabía desde hacía bastante que el sistema nervioso periférico (el que conduce los mensajes desde los receptores sensoriales al cerebro y a la médula espinal, y también lleva los mensajes de allí a los músculos y a los órganos) se podía regenerar a sí mismo; en otras palabras, tenía plasticidad. Paul, Goodman y Merzenich decidieron observar qué sucede en el cerebro de un mono cuando se corta uno de los nervios de la mano y después empieza a regenerarse.

Estos tres investigadores querían estudiar la interacción entre ambos sistemas nerviosos, el periférico y el central, porque cuando se corta un nervio periférico muy largo, en el proceso de regeneración pueden "cruzarse los cables". En otras palabras, los axones de las neuronas que forman el nervio se pueden unir a axones de otro nervio. Quien tiene los cables cruzados por esta razón puede experimentar lo que llaman falsa ubicación: cuando le tocan el dedo índice puede sentir, por ejemplo, que le tocan el pulgar. Esto hacía pensar a los investigadores que en el cerebro había una región para el dedo índice, una para el pulgar, etc., y que éstas regiones eran inamovibles.

Neuronas tripartitas

Las dendritas que tienen forma de ramas y envían y reciben señales de otras neuronas. Estas dendritas conducen al cuerpo celular, que contiene los genes de la neurona. Finalmente el axón es una especie de cable viviente, y puede tener longitudes muy variadas. Los axones de las neuronas del cerebro son microscópicos, en cambio los que van a lo largo de las piernas hasta los pies pueden llegar a medir 1.83 metros. Los axones se consideran cables vivientes porque transmiten los impulsos eléctricos de las neuronas hacia las dendritas de las neuronas vecinas. Los impulsos pueden viajar a velocidades que van de un par de metros por segundo a 320 metros por segundo. Una neurona puede recibir dos clases de señales: una que la activa y otra que la inhibe. Si una neurona recibe de otras neuronas suficientes señales que la activan, emitirá su propia señal. Cuando recibe suficientes señales que la inhiben, se volverá menos propensa a emitir señales. Los axones no tocan las dendritas vecinas. Están separados de ellas por un espacio microscópico llamado sinapsis. Una vez que el impulso eléctrico alcanza el extremo del axón, éste libera sustancias llamadas neurotransmisores. El mensajero químico flota sobre la dendrita de la neurona adyacente, excitándola o inhibiéndola. Las sinapsis pueden alterarse de tal manera que aumente o disminuya el número de conexiones entre dos neuronas.

Para tratar de comprobarlo, Merzenich, Paul y Goodman usaron varios monos adolescentes, a los que les cortaron un nervio periférico de la mano. Luego cosieron los dos extremos del nervio, pero débilmente, para que al regenerarse se facilitara el cruzamiento con otros nervios. En seguida, los investigadores hicieron un mapa cerebral con microelectrodos de la zona de la corteza cerebral correspondiente a la mano afectada. Cuando después de siete meses volvieron a hacer el mapa cerebral de la zona correspondiente, Merzenich supuso que se encontraría un gran desorden. Pero los investigadores descubrieron con asombro que el mapa cerebral de la zona estaba casi normal pese a que los extremos de los nervios cortados se habían cruzado con axones de otros nervios correspondientes al pulgar y al índice. Era como si, al regenerarse el nervio, el cerebro le hubiera asignado una nueva área en la corteza.

Merzenich y otros empezaron a pensar que la organización del cerebro era más plástica de lo que habían supuesto, incluso en la edad adulta.

Plasticidad contra localicionismo

Michael Merzenich se fue a la biblioteca a buscar pruebas que contradijeran las ideas localicionistas y las encontró; en 1912 los científicos británicos Graham Brown y Charles Sherrington (quien obtuvo el Premio Nobel de fisiología o medicina en 1932) habían demostrado que, estimulando eléctricamente un punto de la corteza motora de un animal, podían causar que éste doblara una pata y estirara otra. También encontró que en 1923 el estadounidense Kart Lashley estimuló una parte de la corteza motora de un mono una vez y éste hizo un movimiento, pero al volver a estimular la misma parte al poco rato, el mono hizo un movimiento muy distinto.

Merzenich pasó un tiempo ayudando con sus conocimientos de los mapas cerebrales a diseñar implantes de cóclea (la parte del oído que recoge los estímulos sonoros y los envía al cerebro). Pero lo que él quería era seguir investigando la plasticidad en el cerebro adulto, así que se fue con su amigo y colega neurobiólogo Jon Kaas, de la Universidad Vanderbilt, en Nashville, Estados Unidos, que trabajaba con monos adultos.

La mano del mono, como la de los humanos, posee tres nervios principales: el radial, el mediano y el cubital. El mediano transmite al cerebro las sensaciones de la parte central de la mano, y el radial y el cubital las de los lados. Merzenich cortó el nervio mediano de la mano de los monos para ver cómo cambiaba su mapa cerebral. A los dos meses regresó a Nashville y se dio cuenta de que, cuando tocaba el centro de la mano, la porción correspondiente del mapa cerebral no mostraba ninguna actividad, como era previsible, pero cuando tocaba los lados de la mano, correspondientes a los nervios radial y cubital, se activaba también la parte del mapa correspondiente al nervio mediano. Merzenich lo interpretó así: ante la falta de actividad del nervio mediano, las partes del mapa cerebral correspondientes a los nervios cubital y radial se habían extendido, invadiendo la zona del mediano. Eso indicaba que los nervios transmisores del organismo adulto compiten por los espacios que otros nervios dejan libres en el cerebro por falta de uso y que nuestro sistema nervioso se rige por una regla que se puede resumir con la frase "o lo usas, o lo pierdes".

Fraternidad neuronal

Para ayudar a entender este proceso, Merzenich se apoyó en las ideas del canadiense Donald O. Hebb, psicólogo del comportamiento. Hebb propuso que cuando dos neuronas se activan al mismo tiempo en forma repetida, el vínculo que las une se refuerza. Para Hebb ése era el mecanismo por medio del cual la experiencia y nuestras acciones —por ejemplo, practicar en un instrumento musical— podían alterar la estructura del cerebro.

Merzenich pensaba que las neuronas de los mapas cerebrales desarrollan fuertes conexiones si se activan a la vez. Y si los mapas podían cambiar con las experiencias, quizá también podrían modificarse para rehabilitar personas con problemas de aprendizaje, problemas psicológicos, lesiones por apoplejías u otros daños cerebrales. Podrían entonces idearse técnicas de rehabilitación para formar nuevas conexiones neuronales que remplazaran a las dañadas.

 A finales de los años 80, Merzenich mapeó la zona cerebral de la mano normal de un mono; después le cosió dos dedos de manera que éstos actuaran siempre juntos. Al cabo de varios meses, el neurocientífico volvió a trazar el mapa cerebral de los dedos cosidos. Las zonas de ambos, antes separadas, se habían fusionado. Luego Merzenich puso a un mono a utilizar todos los dedos de la mano 500 veces al día durante un mes. Pronto se fusionaron los mapas correspondientes a los cinco dedos en uno solo. Las neuronas sí se vinculaban más cuando, por alguna razón, se activaban al mismo tiempo repetidamente.

A partir de estos experimentos se entendió que los mapas cerebrales no están trazados definitivamente desde el nacimiento, sino que se organizan según el principio de la vinculación de las neuronas que se activan juntas.

Rehabilitación cerebral

Para el científico Paul Bach-y-Rita la idea de que el cerebro se podía rehabilitar provino de una experiencia personal. En 1959, su padre, el poeta y profesor Pedro Bach-y-Rita, radicado en la Ciudad de México, tuvo un ataque cardiovascular cerebral que lo dejó paralizado del rostro y de la mitad del cuerpo. También perdió el habla. George, hermano de Paul que estudiaba medicina en Nueva York, se trasladó a México para ayudar a su padre a que le dieran la típica rehabilitación de cuatro semanas en el Hospital ABC. La rehabilitación falló, pero George tuvo la idea de volver a enseñarle a su padre a caminar y a hablar como si fuera un niño. Así, primero le enseñó a gatear. Con estos ejercicios Pedro logró recuperar pronto el movimiento. Se podía incorporar y sentarse a la mesa; después de tres meses volvió a hablar y luego a escribir a máquina, con lo que recuperó además la habilidad de mover los dedos de la mano inmóvil. Siete años después, Paul comprobó que la recuperación de su padre se debía a modificaciones en su cerebro. Pedro estaba escalando montañas en Colombia con unos amigos cuando le dio un infarto. Al poco tiempo murió. Entonces Paul le pidió a la doctora Mary Jane Aguilar, de la Universidad de Stanford, que realizara la autopsia del cuerpo de su padre. Aguilar descubrió que Pedro Bach-y-Rita seguía teniendo la lesión que le dejó el ataque cardiovascular. La lesión principal que Pedro había sufrido estaba en el tallo cerebral, la parte del cerebro más cercana a la médula espinal. También había quedado inutilizado uno de los principales centros cerebrales del movimiento. El 97% de los nervios que van de la corteza cerebral a la columna estaban dañados. El trabajo de rehabilitación había provocado que el cerebro del padre se reorganizara totalmente. A partir de entonces Paul Bach-y-Rita se dedicó por completo a crear programas y dispositivos de rehabilitación cerebral. El investigador murió en octubre de 2006.

Plasticidad y aprendizaje

La llegada de William Jenkins al laboratorio de Merzenich dio lugar a una nueva etapa de investigaciones. Jenkins ayudó a Merzenich a desarrollar aplicaciones para sus descubrimientos y ambos exploraron la posibilidad de entrenar a las neuronas para realizar tareas específicas con más eficiencia. El mapa de la punta del dedo de un mono crecía cuando entrenaban al animal para realizar cierta tarea que exigía precisión. Luego de miles de pruebas, cuando las neuronas de la zona correspondiente del mapa se volvieron más eficientes para realizar la tarea, se requerían menos de ellas para llevarla a cabo. Con esto Merzenich y Jenkins descubrieron que las neuronas individuales se van volviendo más especializadas con la práctica.

Los pianistas principiantes tienden a utilizar todos los músculos del tronco para tocar cada nota, e incluso los faciales. Con la práctica el pianista deja de hacer movimientos superfluos y adquiere ligereza. Esto se debe a que al comienzo utiliza una gran cantidad de neuronas para tocar, pero al adquirir destreza sólo usa las que se especializan en realizar la tarea más eficaz y rápidamente. Esto quiere decir que la velocidad a la que procesamos información también es mutable. Otra de las cosas que descubrieron Merzenich y Jenkins es que la atención al practicar una tarea es esencial para que cambie el mapa de las zonas cerebrales.

El descubrimiento de la plasticidad cerebral implica que nuestras actividades y experiencias van modificando nuestro cerebro, capacidad que se debe a que este órgano evolucionó para enfrentar las novedades de la vida y sobrevivir. El conocimiento de que el cerebro es dinámico y maleable ha servido para diseñar terapias de rehabilitación asombrosas. También nos ha enseñado que hacer ejercicio físico y mental, salir de la rutina, aceptar desafíos interesantes, solucionar problemas y divertirnos creativamente tienen efectos positivos porque son formas de influir en nuestros mapas cerebrales. Podemos transformar nuestro cerebro para vivir mejor.

Agradecemos la colaboración de la Dra. Margarita Martínez, de la Universidad Autónoma de Tlaxcala, especialista en neurofisiología y conducta.

Alicia García Bergua es asesora de ¿Cómo ves?; editora y colaboradora del sitio cienciorama.unam.mx; poeta y ensayista. También ha escrito cuentos y obras de teatro. Ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores.

 
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