29 de marzo de 2024 29 / 03 / 2024

No pegues tu chicle

Agustín López Munguía

Imagen de No pegues tu chicle

Foto: Ernesto Navarrete y Eduardo de la Vega

Un recorrido por la historia de lo que mascamos, lleno de curiosidades, y lo que se está haciendo para evitar la contaminación por goma de mascar.

He leído más de cinco versiones diferentes de la historia de que el generalísimo Santana, además de rematar más de la mitad del país, también introdujo a los estadounidenses en el hoy extraordinario negocio del chicle. Quizá el Sr. Adams vio a Santana masticando y le dijo “presta un chicle” y a partir de ese hecho se interesó en la goma, o fue el general quien, aburrido en su exilio, lo buscó para hacer negocio; o Adams descubrió que el chicle era mejor masticarlo al fracasar en su intento de vulcanizarlo para hacer llantas de bicicleta. Como haya sido, ya todo es historia: la realidad es que hoy masticamos Chiclets Adams y no Chiclets Santana, que no hubiera estado tan mal, si al menos hubiese servido para crear una industria mexicana a partir de un patrimonio histórico. Y es que, aunque no lo digan ni los códices ni la historia de las golosinas, las comunidades mayas son las propietarias de la “denominación de origen” del “chicle”, término que sólo debería usarse para nombrar la goma obtenida del látex que se extrae del árbol chicozapote (Manikara zapota), producida en los bosques tropicales de la península de Yucatán (también Belice y el norte de Guatemala). Todo lo demás debería llamarse “goma de mascar”.

A principios del siglo XX se creó la primera fábrica de chicles, la Adams Chewing Gum Co., que producía chicles de a deveras, es decir, con resina de chicozapote. El 95% de la producción se exportaba a los Estados Unidos y tan solo en el estado de Campeche dos compañías controlaban 800 mil hectáreas de bosques tropicales dedicadas al chicle. Entre 1930 y 1940 Campeche exportó 1 801 041 kilogramos de chicle y de haber continuado la explotación irracional, ya no habría bosques. Pero, a mediados de siglo, la tecnología alcanzó al producto natural y el acetato de polivinilo (aunque también el poliisobutileno, el polietileno, el poliestireno y otras gomas que se obtienen mediante procesos similares a los que se usan para producir plásticos) dio lugar a la “goma de mascar” que hoy se mastica en todo el mundo, pero que en México, erróneamente, seguimos llamando chicle.

¿Qué traes en la boca, niño?

La imperiosa necesidad de llevarse cosas a la boca se ha resuelto de muchas maneras. Existen evidencias de que durante miles de años se mascaron y chuparon plantas, hojas, frutas, huesos, raíces, cortezas y no sé cuántos materiales más, con el fin de tranquilizarse, de liberar una fuerte tensión, de mantenerse distraído, de cambiarse el sabor de la boca, de limpiarse los dientes, de disfrutar el sabor o la sensación del objeto mascado, o cualquier otro efecto que consciente o inconscientemente buscamos cuando nos metemos algo a la boca para mantenerlo ahí por un buen tiempo. Dentro de estos materiales se debería incluir al chupón, que en mi opinión podría considerarse como una introducción temprana al consumo del chicle, ya que en efecto, el recién nacido experimenta tranquilidad y placer al chuparlo —no lo masca porque no puede—. Quizá el chicle pueda tener también un efecto de compañía, pues no dudo que haya quien se sienta acompañado por su chicle y hasta le platique.

Recientemente Minoru Onozuka y su equipo, de la Universidad de Gifu, en Japón, encontraron que al masticar chicle aumenta la actividad cerebral, específicamente del hipocampo, región del cerebro relacionada con la memoria y el aprendizaje. Si bien aún no han descifrado el mecanismo, suponen que es probable que al masticar se reduzca el nivel de estrés. Para demostrarlo usaron ratas entrenadas para masticar chicle, a algunas de las cuales les quitaron las molares (pero no los dientes) para que pudieran comer pero no masticar. Al envejecer, las ratas tardaban un poco más en encontrar la salida del laberinto, pero las que no masticaban chicle, de plano olvidaban el camino. Una vez sacrificadas, se observó que las células del hipocampo de las ratas que no masticaron chicle mostraban un mayor deterioro que las de las ratas chicleras. Así que por si acaso, no olvides llevar chicle a los exámenes (y a los laberintos).

¿Desde cuándo mascamos cosas?

Una de las primeras evidencias del mascado de algún material con fines no alimentarios se publicó en la revista Nature hace unos años. El descubrimiento se hizo en un pantano en la ciudad de Bokeburg, Suecia. Se trataba de un trozo de goma obtenida de la corteza del abedul, que tenía marcas de dientes. Eran dientes pequeños que, tras cuidadosas mediciones, los investigadores llegaron a identificar como de adolescentes, que masticaron el trozo de goma hace 6 500 años. No se puede afirmar que la usaran para masticar por placer (los descubridores de la reliquia no han dejado que nadie la pruebe) y cabe cualquier especulación, como el que la usaran para sacarse los dientes de leche (todavía no existían ni hilos ni puertas, para emplear el método de mis antepasados recientes).

Milenios más adelante, en la Biblia, no se menciona el hábito de mascar, pero sí se menciona con frecuencia al árbol Boswellia serrata, que pertenece a la familia de las Burceraceae y es originario de Somalia, Arabia Saudita y la India, fuente de una resina (frankincense) que por siglos se ha usado como incienso y con fines terapéuticos, pero también como goma para mascar. El incienso era parte del regalo de los Reyes Magos al recién nacido Jesús, aunque sólo mediante un milagro hubiera podido mascarlo. Esta misma goma se usó en el antiguo Egipto en ritos religiosos, y los nómadas del desierto la utilizaban para calmar la sed, estimulando las glándulas salivales. Otra forma primitiva de la actual goma de mascar es el mastique, que no tiene nada que ver con el “mastique” que en mi infancia se usaba para sellar las ventanas; se trata de un arbusto (Pistacia lentiscus) de cuyos tallos se extrae una resina que hasta la fecha se sigue masticando, sobre todo en Grecia, y que también masticaban los indígenas en Santo Domingo mientras veían desembarcar a Colón. La lista de antecesores del chicle es muy amplia y podríamos incluir múltiples ejemplos, antiguos o actuales, como la goma hecha con resina de abeto en Norteamérica y que dio lugar a la producción industrial de la primera goma de mascar a principios del siglo XIX. Esta goma fue sustituida a mediados de ese mismo siglo por la parafina endulzada, cuando los árboles encontraron mejor destino en las fábricas de papel; la parafina, derivada del petróleo, es el antecesor directo del chicle en los EUA. Otro ejemplo es el mascado de tabaco, muy extendido entre los beisbolistas de ese país, quienes lo tienen integrado al místico rito de escupir antes de lanzar una pelota. La lista de lo masticable o lo masticado sería interminable y sólo nos referiremos a un antecedente más de lo que masticamos hoy: el verdadero chicle, que como ya se mencionó, se obtiene del látex que se extrae del árbol del chicozapote.

Los secretos del chicle

Todos los expertos consultados coinciden en que la calidad de la goma de mascar —la suavidad de la textura, lo uniforme de la mordida, e incluso la duración del sabor— radica en la goma base, a pesar de que ésta constituye sólo un 20% de la masa del producto terminado (el azúcar es el ingrediente principal con un 60% de su peso). Otro azúcar, la glucosa, se agrega al 18% con el fin de facilitar el mezclado de los ingredientes y mantener la humedad del producto (seco se pone duro). El resto de los componentes son ablandadores, colorantes, humectantes, texturizantes y saborizantes. Hoy en día prácticamente toda la goma de mascar que consumimos es goma sintética, que por sí misma no sabe a nada, elaborada por ciertas compañías para las fábricas productoras, las cuales se encargan de darle forma, color y sabor. La composición de la goma base es el principal secreto de los productores, y a pesar de que se sabe que está constituida por acetato de polivinilo y otras gomas, se ignora cuáles y en qué proporción. La goma base es lo que distingue a cada producto. Tal es el caso del invento preferido de los niños (y uno que otro adulto inmaduro), consistente en una fórmula más elástica y menos pegajosa que dio lugar a lo que hoy llamamos chicle bomba, que ni es chicle ni es bomba: es goma de mascar que hace burbujas; “goma hinchable”, la llaman los expertos.

Algunas compañías usan resinas como agente ablandador, entre ellas la que se obtiene de la madera de troncos de pino cortados, en el sur de los EUA. El criterio más importante hoy en día para seleccionar un chicle ya no es la textura de la goma, sino el sabor. Los sabores más socorridos son extractos de plantas, menta en particular, aunque existe una amplia variedad. Lo que es un hecho es que el chicle sin azúcar y con edulcorantes de bajo contenido calórico como el aspartame es hoy el más solicitado, ocupando entre 40 y 60% del mercado, dependiendo del país. Es un avance para la salud el que ya no se consuma tanta azúcar, al menos con la goma de mascar. Además, el chicle se ha vuelto también un método para refrescar el aliento. Esto es gracias al descubrimiento de que dos sustancias, el sorbitol y el xilitol, necesitan calor para disolverse en la saliva. Al absorber calor de la boca provocan la sensación de frescura tan cacareada por la publicidad. Hay también chicles con nicotina para quien quiere dejar de fumar, de cafeína para los que buscan el estímulo de esa sustancia, inhibidores del apetito para los que quieren bajar de peso, afrodisiacos para los que eso buscan y remedios “buenos para todo mal”, como se supone que es el ginseng. Estos nuevos productos se conocen como “chicles funcionales”

Chicle sustentable, 100% natural

De acuerdo con los investigadores José Sarukhán y Jorge Larson, estudiosos de la biodiversidad, el chicozapote, árbol del chicle, es fundamental para la conservación de los bosques y de la fauna tropical maya por la densidad de su distribución y por sus frutos, que alimentan a aves y mamíferos. En un documento que puede consultarse en las páginas de la red del Instituto Nacional de Ecología (http://www.ine.gob.mx) estos investigadores señalan que la extracción selectiva no afecta notablemente la diversidad de la selva y que en la conservación de este recurso genético deben estar involucrados tanto los consumidores que aprecian los productos naturales, como países hasta donde se han distribuido los beneficios de esta planta mexicana; como la India, donde la superficie plantada es tres veces la que hay en México.

El reto de conservar la diversidad biológica y, al mismo tiempo, permitir el desarrollo de las comunidades mediante el uso sustentable de la selva es complejo; entre otras cosas porque las formas de tenencia de la tierra, la organización social y los esquemas de manejo difieren entre los tres países involucrados en la explotación del chicle (México, Guatemala y Belice). Sin embargo, y paradójicamente, el precio de la materia prima es uno de los principales cuellos de botella: el mercado está dominado por los compradores del chicle, lo que les permite negociar y bajar su precio, que es más del doble que el de la goma sintética. Por otro lado, un proyecto así depende de que los adictos al chicle estemos dispuestos a pagar el chicle natural más caro, reconociéndole su valor ambiental, social y, sobre todo, cultural.

A través de un proyecto denominado Plan Piloto Forestal, del Instituto Nacional de Ecología, en Quintana Roo se inició desde 1983 un proceso de apropiación de la actividad forestal por parte de los dueños originarios de los montes, en su inmensa mayoría ejidatarios. El objetivo principal es detener el desmonte y estabilizar la explotación de los bosques mediante un uso racional que al mismo tiempo resulte en un ingreso económico, seguro y atractivo para la población local. Más adelante, en 1992, se propuso como alternativa el Plan Piloto Chiclero (PPCh), con una filosofía similar a la del Plan Piloto Forestal: rescatar las cooperativas como unidad de producción, promover su organización administrativa y lograr que cada cooperativa contratara la venta del chicle por su cuenta. El planteamiento contó con el aval personal del secretario de la Secretaría de Desarrollo Social Federal (SEDESOL) .

En esta dirección se han logrado considerables avances, aunque al mismo tiempo se han suscitado nuevos problemas y retos a resolver.

En temporada de lluvias, unos 5 000 productores en Quintana Roo y Campeche, asociados en cooperativas, aprovechan los más de 80 millones de árboles en la gran selva del Petén; pican los árboles con machete, haciendo incisiones en V y dejan escurrir el látex hasta la base del árbol; en esa zona se recolectan 3 000 toneladas al año. Un árbol picado no puede volver a dar látex hasta que haya cicatrizado, lo que requiere hasta ocho años. La resina se cuece y se enfría al aire agitándola continuamente para evitar que se pegue. Luego se vacía en moldes o marquetas para distribuirla. Los machetes y la necesidad de trepar árboles que miden 30 metros o más son fuente de accidentes frecuentes entre los chicleros. Están además propensos a la leishmaniasis, que en México se conoce como la “úlcera del chiclero” y afecta principalmente a leñadores y recolectores. La provoca un protozoario flagelado que se transmite por picaduras de mosquito y causa laceraciones en la piel. Finalmente, se requiere de industriales modernos, con visión ecológica y social que lleven tecnología a estas regiones para evitar el abuso de los intermediarios. Es imperativo evitar el riesgo de caer en la política que rige al mundo neoliberal: el que saque más chicle en el menor tiempo posible vende más y le va mejor, aunque al bosque se lo lleve la trampa. La solución: la toma de conciencia y la organización social. Una manera de empezar en esta dirección es devolverle al producto su verdadero nombre, chicle, y tomar conciencia de que al masticarlo, aun a pesar de haberlo pagado más caro, se está contribuyendo a la conservación de la selva maya. El chicle debe tener un lugar aparte de la “goma de mascar”.

Pero, ¿qué sucedería si todo el mundo quisiera masticar chicle 100% natural? Se trata aquí de un claro ejemplo de que la tecnología no necesariamente está peleada con el medio ambiente: la goma sintética permite que cientos de millones de consumidores puedan mascar a precios accesibles hasta al bolsillo de los niños. Habrá que hacerse a la idea de que el cuidado del medio ambiente conlleva la decisión de mascar chicle sólo en ocasiones especiales, como cuando dejamos el vino espumoso para beber champagne.

No todo lo que masticas, aunque sea natural, es sano

Si visitas la India, Paquistán y muchos otros países asíaticos, te sorprenderá el color rosado de la boca de muchos de sus pobladores, y los desagradables escupitajos rojos en las calles. Millones de seres humanos practican la tradición de masticar betel y de escupir la saliva que produce. Se trata de pedazos de la nuez obtenida del árbol Areca catechu, originario de la India, mezclados con una raíz (Oldenlandia umbellata) que contiene el pigmento que pinta de rojo la saliva, todo esto envuelto en hojas de pimienta. Las nueces contienen alcaloides que producen euforia y mejoran la digestión. En la India una tercera parte de los jóvenes lo consume; es el segundo cultivo en importancia en Taiwán, donde un 10% de la población tiene el hábito; es más, casi todos los emigrantes de Bangladesh que viven en el Reino Unido lo mastican, iniciando a los niños en el hábito desde temprana edad.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha encontrado que masticar betel está asociado con enfermedades del corazón, diabetes y diversos tipos de cáncer. El 90% de quienes sufren de fibrosis de la submucosa bucal, que con frecuencia lleva al cáncer, son masticadores de betel. La piel de las mejillas se vuelve dura como el cartón y quienes la padecen llegan a no poder abrir más la boca. El cáncer bucal, raro en occidente, es el de mayor incidencia en algunos países asiáticos y se pretende combatirlo mediante las campañas de la OMS. Y aunque aún no se sabe cual es principal agente mutagénico en la nuez, de alguna manera se trata de un caso análogo al del tabaco en occidente.

Plaga contaminante

Hace unas décadas, cuando aún no existía la Comisión de los Derechos Humanos, la maestra de primaria que nos pescaba mascando chicle en clase nos lo pegaba en el pelo. Los más diestros al ser sorprendidos alcanzábamos a tragarlo.“Se te van a pegar las tripas”, me decía mi madre. Pero desafortunadamente el fin más común del chicle era bajo el pupitre, donde, dada su naturaleza no biodegradable, aún debe permanecer. Mi hipótesis es que el dañino hábito de tirar el chicle donde sea se adquiere en la primaria y con los años se extiende de “pegarlo en el pupitre” a “pegarlo en cualquier superficie oculta”, en particular bajo mesas y sillas. Eso si se pasó por la primaria, pues de otra manera simplemente se escupe: ¿quién no ha pisado un chicle sobre el pavimento caliente? En Granada, España, hace un par de años, una brigada de jóvenes se decidió a limpiar el centro de la ciudad: encontraron entre cinco y 15 chicles por metro cuadrado. En el Reino Unido se estima que el costo anual para eliminar los chicles de calles, plazas y monumentos es de 150 millones de libras esterlinas: de hecho en este país se realizan intensas campañas contra quienes arrojan el chicle en cualquier parte. Además de aplicar multas elevadas, se ha sugerido crear un impuesto que cubra los costos de recolección. El Departamento para el Ambiente, Asuntos Rurales y Alimentarios del Reino Unido (DEFRA, por sus siglas en inglés) emitió un documento relativo a políticas sobre disposición de chicles que puede consultarse en www. parliament.uk/post/ pn201.pdf. También se han creado grupos de acción que incluyen a productores, académicos y ambientalistas en búsqueda de soluciones. En México da la impresión de que éste no es un problema, debido quizá a que los chicles se diluyen entre tantas otras cosas que los mexicanos depositamos donde se nos da la gana.

¿Qué hacer con esta plaga contaminante no biodegradable, si por todo el mundo se mastica chicle? Los estadounidenses, por ejemplo, deben disponer de un promedio de 300 gomas de mascar per cápita al año y cuentan con más de mil marcas, con las que se obtienen 2 000 millones de dólares en ventas. Claro, la primera opción es tomar conciencia, o bien, prohibir su consumo, como sucedió en Singapur, donde aunque no lo crean, estuvo prohibido vender chicles desde 1992 hasta 2002. Otra opción es la sugerida en Londres: poner carteles de celebridades y solicitar a los transeúntes que en vez de tirar el chicle en el suelo, lo peguen sobre su estrella favorita. En México podrían hacerse encuestas de popularidad de esta manera. Por cierto, ¿a qué autoridad de la Delegación Coyoacán en el D.F. se le habrá ocurrido que los árboles del zócalo se ven mejor con cientos de chicles de colores pegados en el tronco?

Un camino prometedor es el de la Universidad de Manchester y la Compañía Green Biologics, las cuales intentan desarrollar una enzima (es decir, un catalizador de naturaleza proteica) que al aplicarse sobre el chicle, lo degrade. Finalmente la mejor opción es la que se describe en la patente otorgada en 1996 a Scott Hartman, de la compañía Wrigley, quién diseñó una goma biodegradable, fácil de desprender de cualquier superficie, y que incluso se puede tragar, ya que es digerible. Este invento puede modificarse para que la goma se disuelva en la boca después de un rato de mascarla. Estas maravillas se logran con base en una proteína elástica, con un alto contenido de valina-prolina y de glicina-valina-glicina en su estructura: tres de los 20 aminoácidos a partir de los cuales se forman las proteínas, las sustancias más importantes en la estructura y el funcionamiento de nuestras células. Estos aminoácidos abundan en las proteínas de estructura, como el colágeno (la piel) —glicina y prolina— o la seda —alanina y glicina—. Así que, en el futuro, quizá acabemos masticando proteínas. Ya ni chicles.

Deseo agradecer a Rodolfo Fonseca Larios, Gerente General de CENA S.A. de C.V., su apoyo en la elaboración de este artículo.

Agustín López Munguía, galardonado en 2003 con el Premio Nacional de Ciencias, es investigador en el Instituto de Biotecnología de la UNAM, autor de varios libros y numerosos artículos de divulgación de la ciencia, y miembro del consejo editorial de ¿Cómo ves?

 
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