25 de abril de 2024 25 / 04 / 2024

De letras 223

Ana María Sánchez

Declaro con absoluta convicción que los vagones del metro son laboratorios ambulantes para efectuar toda clase de estudios científicos, desde fisicoquímicos hasta sociológicos. En La vida en el laboratorio el bueno de Bruno Latour se limitó a los chismes de un laboratorio de investigación en neuroendocrinología. ¡Oh, qué reducida escala! Yo, asidua viajera de los laberintos infraterrestres, no desaprovecho este fenomenal centro de investigación en el transcurso de mis viajes.

Por cierto, el título de esta columna es un humilde homenaje al cuento de Italo Calvino “Todo en un punto”, en el que una extrema aglomeración de personajes recrea las condiciones previas al Big Bang.

Ya me referí en otra ocasión a los zombis que pululan en los alrededores del metro. Hoy mencionaré un grave problema de salud pública, más numeroso que la obesidad y más peligroso que estornudar sin taparse la boca, estado y conducta los anteriores que son de cajón en el citado medio de transporte. Esta vez hablaré de los problemas de sueño que aquejan al 70 % (estadísticas a mi cargo) de las viajeras sentadas (de lo anterior ya puede concluirse que viajo en la sección femenina). El resto de las compañeras de odisea se dedican a enchinarse las pestañas con un método que parece enucleación con cucharita (28 %) y a comer (2 %). La mitad del total de las jóvenes, vayan despiertas o pendulocefálicas (término inventado por mí: cabeza en constante vaivén debido a la pérdida de la conciencia y, de paso, de la compostura), paradas o sentadas, va conectada a su celular mediante audífonos.

Esas viajeras mayoritarias del 70 %, sin importar su edad, van temprano por la mañana en alguna fase del sueño. Escasamente las despiertan los frenazos apocalípticos o las vendedoras que gritan. En tal situación es natural concluir que su noche ha transcurrido en medio de un sueño alterado.

Dormir bien es parte de un estado saludable: consiste en dormir el número de horas apropiadas a la edad y la condición física y de acuerdo con el ciclo luz-oscuridad/vigilia-sueño. Pero el sueño no es un mero apagón analógico del cerebro: hay un cambio de turnos, y la actividad cerebral de la vigilia da lugar a otras acciones que conforman los ciclos del sueño, a su vez formados por etapas: dos de sueño ligero, la tercera de sueño profundo (¿siguen despiertos, queridos lectores?) y una más de movimientos oculares rápidos (MOR), que es la más profunda y durante la cual soñamos, como los tres cochinitos. Esto último lo aclaro porque en nuestro idioma “sueño” significa tanto el acto de dormir como las imágenes fantásticas, oníricas, que aparecen mientras se duerme. Cada etapa tiene manifestaciones fisiológicas peculiares; la etapa más conspicua es la MOR, durante la cual se pierde el tono muscular y aumenta la actividad cardiorrespiratoria.

En conjunto el sueño es una función restauradora del cuerpo, con producción de defensas y hormonas en la infancia, de recuperación y refuerzo de las funciones cerebrales, de equilibrios fisiológicos y regulación del estado de ánimo. Dormir, además, puede resultar liberador, como señalan los eruditos que han podido desentrañar el famoso y complejo poema Primero sueño de sor Juana. También se ha divulgado la versión de que dada la longitud de la noche, del ocaso al amanecer, en épocas pasadas la gente se dormía temprano y luego había un intermedio seguido de un segundo sueño.

Si alguien quiere sentirse mal, una receta infalible es dormir mal; esto incluye dificultades para conciliar el sueño, despertarse durante la noche, sonambulismo, moverse anormalmente durante el sueño, roncar e incluso dejar de respirar a ratos. Las causas de estos sueños problemáticos son también muy variadas, principalmente factores físicos o psicológicos: el entorno, las actividades previas al sueño, estrés, obesidad, alteración del ciclo sueño-vigilia, por ejemplo debido a un viaje. Los indicios de que se durmió mal son sentirse cansados durante el día, quedarse dormidos en cualquier lugar y estar de malas.

El loable Día Mundial del Sueño, recién celebrado en marzo, exige cariñosamente a los jóvenes universitarios que duerman 7.5 horas, de noche, a buena hora, sin cenar fuerte, sin ver la tele o el celular. Como antes describí, el estado de somnolencia o franco sueño de la población a mi alcance no parece depender de la edad (por ahora no tengo datos sólidos de los vagones masculinos), aunque creo percibir un ligero sesgo hacia los jóvenes; trato de explicármelo pensando en cómo se ven expuestos a estímulos constantes de todo tipo, voluntarios o no.

Debo confesar, sin embargo, que a veces me asalta una duda, sobre todo cuando yo misma vengo cansada a las 7 a. m.: ¿no será que cerrar los ojos en público es una forma de no entablar contacto visual, a su vez una manera de no reconocer que alguien requiere que se le ceda el asiento porque viene cansada? Aunque si a pretextos vamos, dense una vuelta al pasado con la canción de Petula Clark “No te duermas en el metro”, de mediados de los años 70.

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