18 de abril de 2024 18 / 04 / 2024

Ojo de mosca 276

Matar a la ciencia

Martín Bonfil

Foto: GaroManjikian/Shuitterstock.

Noviembre es el mes en que, en México, se recuerda y celebra a los muertos. Tradición que, al humanizar y festejar la muerte, ayuda también a combatir el miedo que naturalmente provoca.

Curiosamente, el arma más poderosa con que cuenta el ser humano para combatir a la muerte es la ciencia.

Gracias a su método que insiste en contar con evidencia verificable, ensayos clínicos rigurosos y un control de calidad permanente, ha logrado combatir muchas de las principales causas de muerte de manera eficaz, disminuyendo los decesos prematuros y alargando la esperanza de vida promedio de la humanidad.

El desarrollo y aplicación del conocimiento médico con base científica ha permitido establecer medidas esenciales de higiene como drenaje, lavado de manos y manejo sanitario de los alimentos. El descubrimiento de antibióticos y la creación de vacunas han logrado combatir muchas de las principales enfermedades infecciosas (y, en el caso de la letal viruela, erradicarla del planeta). Y los avances en métodos terapéuticos y quirúrgicos hacen que el combate a las enfermedades sea cada día más exitoso y esperanzador.

Es en parte debido a ese poder de la ciencia para combatir la muerte y la enfermedad —aun cuando no logre evitarlas— que prácticamente todos los países económicamente desarrollados se esfuerzan por crear y mantener un sistema de investigación y desarrollo científico-tecnológico, y una comunidad de investigadores y tecnólogos, lo más amplios y prósperos que sea posible. Saben que de la actividad de investigación científica, básica y aplicada, realizada con la máxima libertad para explorar los aspectos más diversos de la naturaleza y la sociedad, depende la creación de conocimiento que pueda luego dar origen a aplicaciones útiles, e incluso a nuevas patentes y empresas que generen empleos y recursos económicos que beneficien a la sociedad.

Por desgracia hay también naciones cuya situación económica no les permite invertir —no “gastar”— en ciencia y tecnología: la desigualdad económica es todavía un problema que el mundo no logra resolver. La paradoja es que la inversión en estos rubros sería justamente una estrategia básica para superar sus problemas económicos: el desarrollo tecnocientífico es uno de los principales factores de creación de riqueza. Así lo han entendido varios países, y su esfuerzo ha rendido frutos.

Desafortunadamente hay también países que, por razones políticas o ideológicas, deciden de manera incomprensible no impulsar la investigación y el desarrollo científico-tecnológico, e incluso recortar los fondos dedicados a ello. Y, aunque parezca increíble, hay también naciones cuyos gobiernos —invariablemente autoritarios— deciden hostigar y hasta perseguir a miembros de su comunidad científica y académica, debido a la crítica que ejercen frente a decisiones que consideran, con base en su conocimiento experto, equivocadas.

Estos gobiernos corren el grave riesgo de matar a la ciencia en sus países. Y al hacerlo, excluyen injustamente a sus ciudadanos de los beneficios de esta.

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