19 de mayo de 2024 19 / 05 / 2024

Ciencia para llevar De la plaza a la casa

Libia E. Barajas Mariscal

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Una vez al mes pasas a tu puesto de periódicos más cercano, pides tu ¿Cómo ves? y con entusiasmo miras las imágenes y lees los textos de tus divulgadores favoritos, pero ¿sabías que hace 300 años ya existían las tatarabuelas de las revistas de divulgación de la ciencia?

Nuestro punto de partida es Carlos de Sigüenza y Góngora, jesuita mexicano, uno de esos auténticos hombres de la Ilustración que no sólo querían saberlo todo sino también contarlo todo. Desde su juventud se aficionó a las observaciones astronómicas, por lo que se le facilitó publicar lunarios y almanaques, muy comunes en aquel entonces. Dictó las cátedras de matemáticas y astrología —como se referían a la astronomía—, en la Real y Pontificia Universidad de México; fue cartógrafo real, además de poeta e historiador, y se relacionó con otras destacadas figuras de la época, como sor Juana Inés de la Cruz, a quien le escribió su oración fúnebre. En 1681 publicó el Manifiesto filosófico contra los cometas despojados del imperio que tenían sobre los tímidos para explicar de manera sencilla que el cometa que recién se observaba en los cielos mexicanos no causaría ningún mal, como se tenía la creencia, incluso entre científicos de la época. Lamentablemente no se conserva ningún ejemplar de la impresión original, pero los expertos creen que es muy probable que tuviera el formato de unas publicaciones que se conocían como cartillas, porque Sigüenza pensó en todo: no sólo el contenido tenía que ser adecuado, sino también el medio, y las cartillas eran muy conocidas por la gente, porque con ellas se aprendía a rezar y leer. Eran como folletos, elaborados con pliegos doblados en cuatro u ocho partes, para formar libritos de unas cuantas páginas que medían unos diez por quince centímetros, una especie de revista rudimentaria. Allí Sigüenza expone: “Lo que en este discurso procuraré […] será despojar a los cometas del imperio que tienen sobre los corazones tímidos de los hombres, manifestando su ninguna eficacia y quitándoles la máscara para que no nos espanten.”

El Manifiesto está dedicado a la virreina María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes, quien le había externado su temor ante el nuevo fenómeno astronómico. Si bien el discurso que utiliza en su obrita es sencillo, los especialistas suponen que posiblemente estaba destinado a cierto tipo de ignorantes, pertenecientes a grupos de la corte, el clero e incluso de la Real y Pontificia Universidad. Es muy probable que el Manifiesto sea la primera publicación de divulgación que se hizo en México y de las primeras del mundo. De alguna manera llevó la ciencia a la plaza pública, lo cual ya no pararía jamás.

En el siglo xviii se mantuvo la intención de popularizar la ciencia y surgieron publicaciones como la primera Gaceta de México y noticias de Nueva España de 1722, iniciada por Juan Ignacio María de Castorena y Ursúa y Goyeneche, que entre todo tipo de noticias incluía algo así como “ráfagas” de ciencia. ¿Te suena familiar?
Al avanzar el siglo se emprendieron proyectos editoriales de divulgación de mayor envergadura. Destacan dos autores: José Ignacio Bartolache y Díaz de Posada y José Antonio Alzate y Ramírez de Santillana. Bartolache fue matemático y médico, y ostentó el cargo de Apartador General del Oro y la Plata hasta el momento de su muerte, un puesto relevante vinculado con la Real Hacienda de la Nueva España. Además de las publicaciones periódicas, compartió con Alzate el gusto por la astronomía; juntos estuvieron a cargo de la observación del tránsito de Venus el 3 de junio de 1769.

En las publicaciones que ambos emprendieron uno pensaría que el discurso era acartonado y se abordaban temas fríos y desvinculados de la vida diaria, muy lejos de la personal, pero no: los autores son seres de carne y hueso, como cualquiera. Le debemos a Alzate una de las más extensas reseñas de la vida de Bartolache, un “Elogio”, que publicó en la Gaceta el 3 de agosto de 1790, poco después de la muerte de este último. En los párrafos finales refiere:

Aquí debía finalizar, ¿pero omitiré el expresar cómo la vulgaridad ha prorrumpido el que éramos rivales, enemigos y otros epítetos indignos? Siempre estimé al Dr. Bartolache […] Si en nuestro modo de pensar respecto a las ciencias naturales había alguna diferencia, en esto no hay reato […] ¿De dónde, pues, se ha divulgado que éramos mutuos enemigos? […] Fuimos contemporáneos en el estudio de las ciencias útiles: vivimos siempre en arreglo a una amistad lisa y sincera: si en alguna ocasión discrepamos en nuestro modo de pensar, esto se debe reducir a una guerra respecto a los entendimientos, que de ninguna manera debe difundirse o propagarse a las voluntades. Esto sólo es propio de las almas viles y limitadas. No se entienda por estas últimas expresiones que procuro formar mi elogio […] yo seré siempre uno de los primeros que reconozca su mérito.

Ciencia para llevar. De la plasa a la caza

Pero esto no es todo… Roberto Moreno de los Arcos, destacado especialista en el tema, hizo notar en uno de sus estudios que, después de efectuada la observación del paso de Venus, el Ayuntamiento mandó imprimir el reporte académico que ambos realizaron. Al respecto Alzate escribe en el “Elogio” que tal observación “ha merecido ser colocada entre las que publicó la real academia de las ciencias de París”. Moreno de los Arcos agrega: “Se calla el hecho de que en esta publicación de la prestigiada Academia sólo aparece su nombre y no el de Bartolache.” Unamos los cabos y callemos, ¿fueron enemigos? Jamás lo sabremos; cada quien se llevó la verdad a su tumba.

Pero ¿por qué a esta gente le importaba tanto que la ciencia llegara a la mayor cantidad posible de personas? Porque, según explicaba Bartolache:

siendo ciertísimo que el deseo de saber es con igualdad inspirado a todo hombre. Pero no siempre, ni en todas partes, hay quienes se tomen el trabajo de hacer este importante servicio a la humanidad, escribiendo de intento para estas gentes, a quienes sin razón alguna se les quiere dejar sepultadas en su ignorancia, y aún tácitamente se les supone incapaces.

Es decir que desde entonces se enfrentaba un prejuicio muy común en nuestra época: que el público no tiene una curiosidad natural por lo que ocurre a su alrededor ni capacidad para entender la ciencia. La divulgación creía, y cree, justamente lo contrario.

Alzate, por su parte, vinculaba la divulgación de la ciencia útil con el progreso de la nación. Para él, igual que para Bartolache y otros ilustrados contemporáneos, la ciencia era indisociable de conceptos como educación, progreso y bien común. Estas ideas impregnaron las páginas de publicaciones como El Diario Literario de México, Asuntos varios sobre ciencias y artes, Observaciones sobre la física, historia natural y artes útiles, y la Gazeta de Literatura de México, que a pesar de su nombre también publicaba sobre ciencia.

Las publicaciones con contenido de ciencia siempre se esforzaron por poner a disposición del lector el conocimiento del momento. Comunicaban tanto las noticias nacionales como novedosos inventos extranjeros; por ejemplo, la “máquina para restablecer las piernas quebradas”, que se anunció en la Gazeta de literatura de México en noviembre de 1793.

Ciencia para llevar. De la plasa a la cazaJosé Antonio de Alzate, Eclypse de Luna del doce de diciembre de mil setecientos sesenta y nueve años, México, Joseph Jauregui (impresor), 1770.

Cuando inició el siglo xix, claramente estimulado con aires de libertad, se iban haciendo evidentes ciertas transformaciones en los contenidos y la presentación de las publicaciones que tenían algo de ciencia. Un botón de muestra: el 1 de octubre de 1805 Carlos María de Bustamante y Jacobo de Villaurrutia y López de Osorio comenzaron a publicar el Diario de México en la capital del país. La novedad fue que colocaron buzones para recibir colaboraciones de cualquier índole. En la sección de “Avisos” del 2 de enero de 1807, se lee:

Colección de instrumentos maravillosos

En el Puente del Cuervo número 16 se presentan al público las máquinas siguientes. Un telescopio con que observa montañas y mares en el disco de la luna, y proporcionalmente las estrellas de una grandeza extraordinaria. Un microscopio con que se ven los insectos del vinagre y del agua, juntando dos gotas de estos licores, hasta que los primeros matan a los del agua. Se ve también una mosca con dos mil y tantos ojos, y vestida de un cutis lleno de varios colores y matices. También hay una máquina eléctrica, cuyas particularidades se manifestarán a cuantos concurran, dado un real por ver cada instrumento. Se presentarán de día y de noche, tocando en este tiempo varios sonecitos del país en un buen órgano.

Esta sección se parece al “Aviso oportuno” de los periódicos actuales. En aquella publicación tantas referencias a cuestiones científicas podrían ser señal de que algo se estaba transformando en la sociedad de la época.

Desde poco antes del inicio de las luchas por la Independencia de México y hasta su consumación, los medios impresos fueron inestables en muchos sentidos. La libertad de prensa se suspendió a fines de 1812 y se reestableció en 1820; en ese lapso algunas publicaciones desaparecieron, otras se transformaron y otras más nacieron. Aunque los contenidos solían referirse a la insurrección era evidente que, en ese punto y lugar, pasara lo que pasara, se insistiría en imprimir. Una vez que la Independencia se proclamó en 1821, surgieron nuevos medios en busca de su propia identidad.

¿Pero cuál era la identidad de México? ¿Su historia? Sí, en gran medida, por lo que se fue en pos de ella para identificarla y reconocerla. En ese contexto tuvo mucho sentido la creación del primer Museo Nacional Mexicano, decretada el 18 de marzo de 1825 por Guadalupe Victoria. Allí se reunió de todo un poco; se agruparon conchas, rocas y maderas de distintos puntos del país, los cuales fueron donados, así como piezas arqueológicas halladas en la Plaza Mayor de la Ciudad de México y en la Isla de Sacrificios, Veracruz; también se expusieron códices y mapas, resguardados por Lorenzo Boturini en el siglo anterior.

Ciencia para llevar. De la plasa a la caza

Resulta fascinante que a los revolucionarios triunfadores de la Independencia les pareciera tan importante conservar la historia y la ciencia, el pasado y el futuro. Y para una nueva institución, una nueva revista. Se concibió el proyecto de la Colección de antigüedades mexicanas que existen en el Museo Nacional, el cual mostraría al público los contenidos del museo y sería de periodicidad mensual. Aunque sólo llegó a tres números, publicados en 1827, representa una admirable labor editorial, con un arte litográfico sorprendente para la época y las circunstancias.

A la par de las nuevas instituciones auspiciadas por el gobierno se gestaron sociedades de letrados que buscaban influir en la opinión pública, ser la voz ciudadana e incentivar el progreso de la nación, lo cual incluía tanto la ciencia como los medios para comunicarla. Así, prácticamente en cada sociedad nació una nueva publicación de corte académico.

La salud siempre será un tema relevante; fue lógico que pronto se escribiera sobre ella cuando se gestaron las primeras agrupaciones de médicos. La Academia de Medicina de Mégico, fundada en 1836, que aún existe pero con el nombre de Academia Nacional de Medicina de México, inició ese mismo año una publicación mensual, el Periódico de la Academia de Medicina de Mégico, que tuvo entregas hasta 1843, y luego apareció el Periódico de la Sociedad Filoiátrica de México, de 1844 a 1845. Si bien en estas revistas informaban cuestiones médicas especializadas, también se atendían temas más generales, como la “Memoria sobre la epidemia que está reinando en México desde abril de 1836”, “De la enfermedad en general” y “Fiebres tifoideas, o tabardillos”. Aunque el gremio médico tuvo algunas transformaciones en esa época, entre ellas su nomenclatura, siempre mantuvo vigente alguna publicación en el periodo comprendido entre 1836 y 1912.

Ciencia para llevar. De la plasa a la cazaIlustración sobre la grana cochinilla y su recolección (Gazeta de literatura, 26 de septiembre de 1794).

Ciertas personas destacaron por su particular empeño, como Isidro Rafael Gondra, uno de los artífices de la revista del Museo Nacional Mexicano, de la que hablamos en líneas anteriores. Este personaje fundó El Mosaico mexicano o colección de amenidades curiosas e instructivas, una revista que se publicó quincenal y semanalmente, en distintos periodos, desde 1836 hasta 1842. Además de todas las ciencias que en otros medios también se empezaron a difundir, se daban noticias científicas, como una que incluso para muchas personas en la actualidad sería una novedad: “Descubrimiento de la América antes de Colón”. En esta nota se informó que la Sociedad Real de Copenhague publicaría dos obras sobre la historia más antigua de Gran Bretaña e Irlanda con testimonios que avalaban que América del Norte fue realmente descubierta por los normandos hacia el siglo x y que incluso Colón realizó el viaje en el que “descubrió” América porque supo de las navegaciones anteriores cuando visitó Irlanda en 1477.

Ciencia para llevar. De la plasa a la caza Ilustración sobre la elaboración del pigmento de grana cochinilla (Gazeta de literatura, 26 de septiembre de 1794).

La Academia de Letrán también tuvo una publicación semanal: , publicado entre 1843 y 1846. La mayor parte de las contribuciones en ese medio no están firmadas, pero se sabe de muchos destacados intelectuales que participaron; Manuel Payno figuró entre ellos. Como otros letrados de entonces, Payno no sólo colaboró con El museo mexicano, sino también con otras sociedades, como la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, de la que era socio honorario y que tenía un Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, en el cual Payno realizó varias contribuciones sobre el maguey. En la introducción a una compilación de 1864 dedicada exclusivamente al maguey, Memoria del maguey mexicano y sus diversos productos, Payno expresó:

La botánica tiene mucho que observar para establecer los géneros, especies, variedades y caracteres de lo que podemos llamar, noble e ilustre familia agaveas. La química tiene que estudiar todas las sustancias de las diversas partes que componen la planta, y comparar los resultados de diversas experiencias; y la medicina tiene que hacer largas, prudentes y multiplicadas observaciones para averiguar exactamente las propiedades medicinales del maguey y el pulque, y colocarlos entre el abundante y útil catálogo de los medios que tienen la virtud de curar o de aliviar las dolencias. En todas estas averiguaciones y estudios se interesan la industria, la agricultura y la humanidad misma, que quizá encontrará en el agave un nuevo medio, que, sin los inconvenientes del mercurio, lo pueda sustituir.

La definición de ciencia cambia con el tiempo. Y así como circularon decenas de publicaciones durante todo el siglo xix que aún hoy reconocemos como científicas también hubo otras que hoy llamaríamos pseudocientíficas, como El Propagador homeopático, periódico oficial del Instituto Homeopático Mexicano (1870-1874) y El Craneoscopo. Periódico frenológico y científico (1874). La frenología era una teoría médica que aseguraba que cada facultad mental corresponde a un determinado relieve en el cráneo.

En la segunda mitad del siglo xix la diversidad de impresos se amplió y se buscó llegar a todo tipo de público, como agricultores, mineros y obreros, e incluso sectores de la sociedad como las señoritas y los pequeños. Para muestra la Biblioteca de los niños (1874-1876) y El correo de los niños (1872-1883), ambas publicaciones con contenidos científicos, particularmente la segunda, que incluso tenía una sección, “Cuestionario del correo de los niños”, que decía: “Contestaremos semanariamente cuestiones científicas interesantes que nos dirijan nuestros suscriptores.”

Mención especial merece La Naturaleza, periódico científico de la Sociedad Mexicana de Historia Natural, que inició en 1869. En él se abordaban prácticamente todas las ciencias e incluso temas que causaban escozor social, como los artículos que presentaban la teoría de Darwin; por ejemplo, “Consideraciones sobre la clasificación natural del hombre y de los monos” (1882), en el cual Alfredo Dugés se suma a otros científicos que habían empezado a presentar el tema en México y argumenta que no hay por qué separar al hombre del reino animal ni dedicarle un lugar especial. Concluía: “¿Qué razón habría de levantarle un altar sobre la animalidad, y echar de menos sus numerosos lazos con ella?”

Los medios impresos con contenidos científicos dedicados particularmente a los no especialistas, que iniciaron a fines del siglo xvii, fueron evolucionando en fondo y forma. En líneas generales pasaron de ser ordinarios ejemplares de plaza pública a constituirse en apreciados impresos que se expedían a modo de fascículos, algunos de los cuales eran coleccionados, se encuadernaban y se tenían en casa como una preciada obra de consulta.

Con la estabilización de la nación, hacia el último cuarto del siglo xix, se sentaron las bases para que la ciencia y sus instituciones empezaran a tener su propio sitio y reconocimiento, con los medios impresos como sus ya evidentes aliados, hasta que el nuevo México del siglo xx, con bravura, se abrió paso.

Libia Elena Barajas Mariscal hace actividades de divulgación desde 1994. Estudió Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora y maestría en Pedagogía en la unam. Está adscrita a la Dirección General de Divulgación de la Ciencia (dgdc) de esta institución.

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