29 de marzo de 2024 29 / 03 / 2024

De letras 222

Desvístete, Manuelito

Ana María Sánchez

Cuando dejé de manejar, hace unos cuantos años, sucedieron tres cosas de diferente orden psicosocial: soy más feliz, gasto dinero de más y oigo la radio. Las dos primeras no requieren explicación. La tercera sí, porque jamás en la vida la he oído voluntariamente.

Me llama la atención que tantos taxistas oigan extasiados un programa que parece de autoayuda: se trata de denuncias y consejos salidos de boca de un Apóstol. Lo digo así porque la prédica de la Verdad solo puede darse con ese tono de voz cadencioso y autosuficiente. El Apóstol habla de cualquier tema: alimentación, besos, cirugía, dólmenes, espondilosis.... y el orden alfabético puede continuar hasta el infinito. Uno nunca sabe lo que él sabe.

Hoy le tocó el turno al idioma español. El Apóstol despotricó contra los niños que ya no conocen el uso de la forma “usted”, y contra los causantes de esta pérdida: los padres de esos niños. Entonces, y por primera vez desde que me veo obligada a escuchar al Apóstol, le di la razón. Por lo menos comprendí que el taxista del día, un veinteañero, me viera de reojo por el espejo, tan extrañado, después de que le pedí: “Hágame el favor de llevarme a Universum, si es tan amable, joven”.

Fernando Lázaro Carreter habla del tuteo como una posible ramificación de lo políticamente correcto. La distinción en el trato basada en la distinción entre personas era injusta y elitista; el tuteo marcaba la inferioridad de quien lo recibía. Con la pérdida paulatina del usted, dice, “superior” e “inferior” quedan igualados mediante esa ficción verbal: “se satisface el resentimiento, se fuerzan connivencias beneficiosas, se trivializan las relaciones humanas, se desmantela la intimidad; se humilla”.

Y todavía trepada en el mismo taxi, ya con la Facultad de Contaduría a la vista, me viene a la mente justamente esa abominación de la actualidad en un ejemplo que me tocó muy cerca, física y anímicamente, como ningún otro.

Hace tiempo recibí de regalo un libro maravilloso: Cáncer, el legado evolutivo, de Mel Graves, el gran oncólogo británico. El cáncer surge en células individuales que se salen de control debido a los riesgos implícitos en la diferenciación de los tejidos y en el control de la muerte celular. Es decir, los mecanismos benéficos que permiten la renovación de las células pueden hacerse letales para el propio organismo debido a un evento fortuito, una mutación, cuando los escudos protectores fallan. Por eso es tan difícil tratar el cáncer y por eso es tan común: está implícito en nuestra historia evolutiva.

Lo que más me impactó, como era de esperarse en una fumadora irredenta y añosa, fue el capítulo sobre fumar. La acumulación (¡propiciada voluntariamente!) de mutaciones hace más probable la instauración del descontrol celular, y Graves habla sin dejos moralizantes de la posibilidad de estar a tiempo para no acumular más daño si todavía los pulmones se ven esponjositos y de color rosa, como twinky wonder de fresa. Así que tras la lectura me fui corriendo al Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias y me inscribí en su terapia cognitivo- conductual basada en el shock cariñoso: “Pacientitos, fumen todo lo que quieran de aquí al miércoles (era lunes; los cuatro fumadores de la generación salivamos como mastines), pero el jueves ni un cigarro más”. La terapia incluía un estudio completo: rayos X de tórax, análisis de laboratorio, gabinete cardiológico y prueba de capacidad pulmonar (todo esto, me imaginé, para saber si valía la pena seguir fumando o no).

Pues bien, el martes estábamos los cuatro futuros exfumadores esperando nuestro turno porque tenían prioridad los enfermos de EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica, que antes llamábamos enfisema). Los 50 tonos de gris estaban presentes en sus caras; algunos ya en silla de ruedas, todos con sus pequeños tanques de oxígeno, ninguno a solas porque ya no eran capaces de estarlo. Ellos pasaban, después de la prueba que sin duda reprobarían, a consulta con el neumólogo del área: el Dr. González (seudónimo), un joven moreno, serio, amable, apuradísimo. Salió de su cubículo y le hizo señas de que pasara a la dama que llevaba a un anciano encorvado en su silla de ruedas. Las puertas de los consultorios no se cierran porque, me imagino, ya son enfermos incurables y nadie los volverá a ver, así que todos alcanzamos a oír: “Desvístete, Manuelito”. Tal vez ya lo conocía, pero no era su familiar y además le llevaba unos 50 años. El Dr. González creía ser democrático y hasta cariñoso; en realidad esa era su manera de desmantelar la intimidad del enfermo. Excuso decir que dejé de fumar en ese mismo momento.

Queridos lectores, no se arriesguen a que les hablen así. No fumen. Y traten de usted a sus mayores.

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