29 de marzo de 2024 29 / 03 / 2024

Ojo de mosca 281

Guerra

Martín Bonfil

En su famosa Ilíada el poeta griego Homero, al hablar de Ares, dios de la guerra (equivalente al Marte de los romanos), lo describe así: “el que destruye ciudades, manchado de homicidios, ruina de los mortales”.

El historiador inglés Robert Graves afirma que Ares “adora la batalla por la batalla, provoca constantemente motivos para iniciar una guerra difundiendo rumores o despertando celos y envidias. No favorece a una ciudad o partido más que a otro, sino que lucha en este o aquel bando, según le surge la inclinación, disfrutando con la matanza de hombres y saqueando ciudades”.

Es cierto: la guerra es uno de los fenómenos sociales más dañinos que existen. Por desgracia, parece también formar parte de la naturaleza humana. Ha existido siempre, en todas las culturas, y por lo visto se presenta también en nuestros parientes evolutivos más cercanos: los chimpancés. Como especie, nuestra propensión a la guerra no solo es uno de nuestros peores defectos, sino uno de nuestros rasgos distintivos.

Como consecuencia de esto, a lo largo de la historia dos de los más refinados productos de nuestro intelecto, la ciencia y su hermana la tecnología, han sido utilizados para servir a nuestros instintos violentos, desarrollando armas cada vez más poderosas y destructivas.

Ya desde la invención de la pólvora, y con la creación de las armas de fuego, hemos usado conocimientos sobre química, ingeniería y otras disciplinas para buscar mejores formas de matarnos entre nosotros.

Conforme la ciencia evoluciona, hemos explorado nuevas y terroríficas posibilidades, como las armas químicas, de crueldad inusitada, utilizadas ya en la Primera Guerra Mundial (1914-1918). O las biológicas, empleadas desde la Segunda Guerra Mundial (19391945), que pueden amenazar la supervivencia de comunidades enteras.

El desarrollo de la teoría de la relatividad, en 1905, reveló la equivalencia entre masa y energía, que más tarde permitió el desarrollo de armas atómicas. Su poder destructivo quedó de manifiesto al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, con el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, en Japón. Luego, durante la Guerra Fría (1947-1991), la acumulación global de arsenales nucleares ocasionó que varias generaciones crecieran temiendo que un conflicto nuclear acabara con nuestra especie.

¿Está entonces la ciencia al servicio de la guerra? En realidad, la pregunta está mal planteada: la ciencia y la tecnología producen conocimiento y artefactos. Ambos son herramientas que, como unas tijeras o un martillo, pueden ser utilizadas para construir... o para causar daño.

Quizá lo que necesitamos es construir sociedades en las que los ciudadanos conozcan y se interesen lo suficiente por la ciencia y la tecnología como para responsabilizarse por la manera en que se usan.

Así como la ciencia nos ayuda a crear lentes para combatir la miopía —parte de la naturaleza humana—, también nos puede ayudar a comprender y combatir nuestros impulsos violentos. A no dejar que sea el funesto Ares, sino nuestros instintos más nobles, los que determinen nuestro futuro.

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