19 de mayo de 2024 19 / 05 / 2024

Ojo de mosca 303

Ver el futuro

Martín Bonfil

Cornel Constantin/ Shutterstock

Por alguna razón, los humanos siempre hemos soñado con predecir el futuro. En tradiciones, leyendas y en la ficción abundan los adivinos, profetas, videntes y demás personajes con el don de atisbar el porvenir. Es un anhelo natural. Ver lo que el destino nos depara, saber qué va a pasar más adelante en nuestras vidas, nos ayudaría a prevenir futuros riesgos y amenazas. Sería una excelente herramienta de supervivencia. Por desgracia, no hay pruebas confiables de que la clarividencia exista en el mundo real.

O por lo menos, no como nos la pintan en relatos y mitos. Pero resulta que los seres vivos sí contamos con una capacidad, limitada pero muy útil, de predecir con cierto grado de confianza al menos algunos eventos de nuestro futuro inmediato. Es una capacidad desarrollada a lo largo de nuestra evolución por medio de la selección natural, precisamente porque nos ayuda a sobrevivir mejor: a enfrentar los retos del ambiente y a garantizar que nuestros descendientes perduren para reproducirse.

Se trata de los mecanismos, refinados a través de miles y miles de generaciones, que nos han permitido no sólo percibir el medio externo y los sucesos que ocurren a nuestro alrededor, sino usar esa información para generar modelos de nuestro entorno inmediato.

Nuestros órganos de los sentidos, junto con nuestro cerebro, detectan los cambios en el medio que nos rodea, registran cómo nos afectan y establecen relaciones de causa y efecto entre ellos. Por ejemplo, podemos notar que comer cierto alimento nos produce efectos agradables (o nocivos), o bien que un comportamiento dado produce reacciones favorables (o de rechazo) en nuestros congéneres. A partir de ello —quizá después de probar dos o tres veces— podremos concluir que, si volvemos a comer ese alimento, o si repetimos el comportamiento, obtendremos resultados similares. Logramos predecir, con cierto grado de confiabilidad, lo que ocurrirá en el futuro.

Y el proceso de llegar a esta “predicción” no necesita ser consciente: forma parte de nuestro repertorio natural de capacidades de aprendizaje, igual que el de muchos animales, que pueden “aprender” de la experiencia y hacer “predicciones” sencillas con respecto al comportamiento de objetos o de otros animales. No siempre tales predicciones serán correctas, pero generalmente lo son. Los filósofos llaman a este proceso inducción: el procedimiento de formular leyes generales a partir de ejemplos particulares. Curiosamente, la inducción es también la base de mucha de la labor científica. Y aunque sabemos que, filosóficamente, la inducción nunca nos brinda una certeza absoluta en nuestras predicciones, normalmente resulta lo suficientemente acertada como para ser útil. Es gracias a eso que la ciencia logra producir conocimiento confiable, que podemos usar, como sociedad, para tomar mejores decisiones.

La gran virtud de la ciencia —que nos permite, en cierta medida, ver el futuro— es en realidad un refinamiento, siempre continuo, de nuestras capacidades naturales de predicción. La ciencia no es infalible, pero sí es confiable.

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