23 de abril de 2024 23 / 04 / 2024

Ojo de mosca 36

El sentido de la muerte

Martín Bonfil Olivera

Una de las muchas cosas para las que la ciencia no tiene una respuesta definitiva —de hecho, no tiene ninguna respuesta, aunque muchos sigan empeñados en pedírsela—, es esa elusiva cuestión filosófica que se conoce como “el sentido de la vida”. Pero cuando se considera la cuestión opuesta, las cosas son muy distintas. La ciencia tiene no una, sino varias formas de entender el significado e incluso la utilidad que puede tener la muerte (considerada desde un punto de vista biológico, desde luego).

En primer lugar, podríamos decir que la muerte es una conclusión lógica de un proceso que, de acuerdo con la termodinámica, va en contra del sentido general de Universo.

La segunda ley de la termodinámica —una de las leyes más generales que la ciencia haya encontrado— nos dice, a grandes rasgos, que todos los procesos tienden a aumentar el desorden del sistema en el que ocurren. La vida, con su tendencia a crear orden donde no lo había (reproducción, crecimiento, evolución) parece ir en contra de esta tendencia general, aunque ello sólo sucede a nivel local, aparente: el aumento de orden que representan los seres vivos se compensa con una disminución mayor del orden del sistema completo en el que viven.

Para el biólogo, la muerte es un fenómeno que aparece tarde en la evolución. Los primeros seres vivos —células individuales que se reproducían dividiéndose en dos— eran, en cierto sentido, “inmortales” (como lo son las bacterias de hoy en día). Nacen de la división de una célula preexistente; crecen y se reproducen dividiéndose a su vez... y nunca mueren de viejas, sino que se renuevan con cada división.

Es hasta la aparición de la reproducción sexual —que implica la mezcla de los genes de dos organismos para producir un nuevo descendiente, distinto de ambos progenitores— que aparece el fenómeno colateral que conocemos como muerte. Curiosamente, este desarrollo coincide con la aparición de los organismos multicelulares.

La muerte desempeña también un papel indispensable en uno de los procesos que consideramos como el símbolo mismo de la vida: el desarrollo de un embrión hasta dar origen a un bebé. En efecto, al ir multiplicándose las células que forman el embrión, algunas de ellas, siguiendo su programa genético, tienen que morir para permitir que se formen las estructuras del nuevo ser humano. Los espacios entre los dedos, por ejemplo, se forman de esta manera.

De modo que vida y muerte están entrelazadas, y lejos de ser una la antítesis de la otra, forman parte de una unidad. Quizá era esto lo que intuían ya nuestros antepasados cuando celebraban el día de muertos, una de nuestras más originales tradiciones.

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx

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