2 de diciembre de 2025 2 / 12 / 2025

Soy 325

Alí Segovia Rivas

Alí Segovia Rivas

Fotos de Arturo Orta y cortesía de la autora

Todo empezó en el jardincito de mi casa, que llenamos por todos lados de plantas y árboles. Está a unos diez minutos del Parque Ecológico de Xochimilco, y cada vez que iba con mi mamá regresábamos con una planta nueva. Cuidando plantas empecé a notar cosas en el miniecosistema que estábamos creando: que se acercaban más mariposas a ciertas plantas o que los colibríes llegaban puntualmente a las 5 de la tarde para tomar néctar de un arbolito de cepillo de botella que hasta la fecha sigue ahí. Mientras mucha gente se fijaba en los animales yo miraba las plantas.

Desde pequeña me gustaba leer fantasía y soñar con seres mágicos, pero al crecer me gustó la ficción situada en nuestro propio mundo, y así fue como comencé a viajar a través de los libros. Al leer sobre el Coliseo o sobre árboles tan altos que no alcanzas a ver su copa soñaba con viajar, aunque sin planes concretos. A la niña que fui le diría que algún día, gracias a su profesión, va a conocer esos lugares que parecían tan lejanos y que hasta verá (de lejos) el castillo del conde Drácula. Estoy segura de que se emocionaría muchísimo.

De niña era un poco más callada. Me gustaba participar en la ceremonia a la bandera o los festivales, pero no convivía mucho con mis compañeros. Fue hasta la carrera, cuando conocí personas igual de apasionadas por la biología que yo, que descubrí mi lado más extrovertido. Por primera vez no era “la rara a la que le gustan las plantas”, sino parte de un grupo de personas con intereses similares.

Mi primera experiencia de trabajo de campo fue en la región de Nizanda, Oaxaca, muy cerca de los aerogeneradores de La Ventosa. Era un muestreo de árboles de selva tropical seca. Lo que más me impactó fue que en esas regiones áridas las condiciones de trabajo son realmente exigentes. Acuñé la frase “En Nizanda todo pica, urtica o envenena.” Por primera vez en mi vida tenía que cuidarme de las plantas: de pronto sentía que me atacaban (o se defendían de mí) esos seres que siempre me habían parecido tan tranquilos y amistosos. Tuve un par de reacciones alérgicas y terminé aprendiendo a identificar especies basándome en el tipo de dolor o picazón que provocaban.

Aun así, los paisajes nizandeños son espectaculares. En 2013, si te subías a ciertas montañas no podías ver ningún rastro humano; no había señal de teléfono, ni internet, ni camas, ni agua caliente… y, sobre todo, no había espejos. Cuando regresé a la Ciudad de México, casi tres semanas después, estaba quemada, raspada y un poco subida de peso gracias a la comida deliciosa que nos cocinaba Clau, nuestra anfitriona, quien me adoptó como nieta.

Mi viaje favorito fue cuando conocí la nieve. Como buena chilanga, mi experiencia más cercana hasta entonces había sido alguna granizada que dejaba la calle brevemente cubierta de blanco. En 2017 fui a Italia a una estancia de investigación en la Universidad de Padua. Ahí conocí a un austriaco que, al enterarse de que iba a pasar sola la Navidad en la residencia de estudiantes, me invitó a pasar las fiestas con su familia. La familia estaba conformada por rescatistas alpinos y ex competidores de esquí, así que me llevaron a un glaciar a esquiar y a que conociera bosques y lagos de los alrededores de su pueblo. La amabilidad y calidez con la que recibieron a una total desconocida que ni siquiera hablaba alemán, sumado a los paisajes naturales de esa región, me impactó profundamente. Es la Navidad más bonita que he pasado.

En competencia cercana está un viaje de campo al norte de Quebec, Canadá, donde acampamos durante casi dos semanas justo donde se terminaba la carretera. El aislamiento era absoluto: no había señal, electricidad y sólo podías ver el bosque boreal y lagos extendiéndose en todas direcciones. El viaje terminó un par de días antes de lo planeado, cuando un oso negro decidió cenar con nosotros; al parecer el aroma de nuestra pasta con atún y pepinos fue demasiado tentador. Fue muy difícil ahuyentarlo, porque era un oso muy persistente. Cuando por fin funcionaron el ruido y los sprays antioso descubrimos que había aplastado completamente mi tienda de campaña. Tuvimos que desmontar el campamento a toda velocidad.

Definitivamente me gusta el caos creativo. Quizá no todo esté alineado y escuadrado, pero si me pides una muestra en la Xiloteca o un calcetín en específico en mi casa sé exactamente en qué cajón buscar. Me han dicho que mi entusiasmo es contagioso. Que los ojos me brillan cuando hablo de árboles y maderas. Varios estudiantes me han confesado que decidieron unirse al equipo de la Xiloteca porque me entusiasmé mucho al mostrarles algunas maderas.

Con mis colegas también hemos creado una dinámica divertida. Me hice fama de ser a quién acudir cuando se necesitan herramientas de trabajo, porque prácticamente tengo un aserradero en miniatura. Bromeamos con que soy la persona menos indicada para hacer enfadar en el Pabellón, porque tengo mi colección de serruchos y sierras.

He tenido mentores con personalidades muy distintas, unos más serios y otros más cálidos, pero a lo largo de los años hemos construido vínculos de respeto y apoyo. Creo que conectar desde la emoción y el entusiasmo ha sido clave para generar espacios de trabajo donde la ciencia se vive con alegría, compromiso y comunidad. Hasta la fecha les sigo mandando whatsapps cuando veo una planta o paisaje que sé que les va a gustar.

Trabajo en la Xiloteca del Pabellón de la Biodiversidad de la unam, una colección de maderas de todo México. Su objetivo principal es albergar la mayor cantidad posible de árboles de nuestro país. Y no sólo tener las tablillas de madera, sino cortarlas para observarlas al microscopio.

Así reunimos mucha información de taxonomía, anatomía y ecología. Uno de nuestros objetivos es armar una biblioteca digital con las fotos microscópicas de las laminillas de maderas.

Nuestro otro gran proyecto es la prevención del tráfico ilegal de maderas. Identificar un árbol a partir de su madera es difícil hasta para anatomistas experimentados, y sin estar seguros de qué especie tenemos entre manos no se puede detener a un traficante. Así que hemos trabajado en una biblioteca de metabolitos secundarios, moléculas de las maderas que son específicas para cada especie. En los últimos dos años hemos estado viajando por el país, recolectando pequeños trozos de especies maderables y especies en peligro de extinción. Es increíble viajar tanto y conocer árboles míticos de la mano de especialistas que conocen localidades escondidas.

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